En cuanto me bajé del avión en Helsinki sospeché su presencia, no podía precisar la sensación, pero ahí estaba, escondida en mi inconsciente.
Dos días en Londres habían saturado mis sentidos. La ciudad me colma de experiencias, en 48 horas recorrí decenas de calles, puentes y restaurantes. El más memorable fue el Thai Square Covent Gardens, y no fue por la comida. Un par de personas entraron al lugar gritando, uno tomó un cuchillo de la mesa más cercana, el otro salió a romper una botella para usarla como arma. El gerente cerró el local, llamó a la policía, al final los ánimos se calmaron y salió el agredido. Los comensales perdieron interés a los pocos segundos de iniciado el altercado, la violencia ya esta tan normalizada que se invisibiliza una vez pasado el primer impacto. Las calles estaban vacías cuando salí, me fui al hotel un poco intranquila, pero sonriente, ¡Por fin estoy aquí!




El día siguiente fue cultural: una visita al Tate Gallery seguida de una versión singular de “As you like it” en el Shakespeare’s Globe y para terminar “Six” en West End. Londres no decepciona, la llovizna constante y el viento que se escabulle por las calles pasan desapercibidos frente al frenesí de una ciudad que siempre sorprende.

Mientras el tren se alejaba mi cuerpo suspiraba, siempre me cuesta decirle adiós a Londres. Finlandia espera. La tramitología del aeropuerto: migración, maletas, coche, siempre me agobia, aunque me sorprendió que pude fumar un cigarro antes de pasar por el suplicio. Se puede fumar en cuartitos del aeropuerto, no lo esperaba.
Salí directo a explorar la costa y archipiélago finlandés. La primera parada fue Fiskars, un pueblito de casas rojas envueltas en el cuchicheo de artistas. Entonces la sentí otra vez, esa presencia que murmuraba a mi alrededor. Estaba en todas partes, en ocasiones escondida, otras rugiendo con todo su esplendor. Agua, en todas partes hay agua, a veces torrencial en río, otras en susurrantes arroyos, es omnipresente y desde ese día me acompaña, es mi copiloto en largos trayectos resguardados por árboles que como centinelas protegen el camino.


Crucé Salo con la intención de parar, pero mi cuerpo ya no tenía energía, así que me dirigí al hotel Kakola, una antigua prisión convertida en un elegante espacio. Caminé a Turku con la intención de cenar, al encontrar todo cerrado regresé hambrienta y cabizbaja al hotel. No soy de cenar en hoteles, la comida local esta digerida para el turista, este me sorprendió. La mesera básicamente seleccionó mi cena, una mezcla extraña de hongos, wafle, alcachofa y una salsa que solo puedo describir como holandesa. Fue inexplicablemente deliciosa (o tenía mucha hambre).


El sol me esperaba, salí ingenuamente sin chamarra, el viento terminó de despertarme y quitarme la ilusión de un día cálido. Primera parada del día: la catedral de Turku, solemne sobre la ciudad, enmarcada por un cielo tan azul como el océano. Adentro se ensayaba una obra de marionetas frente a los ojos hipotizados de niños que hacían eco a la elegante solemnidad del lugar, cuya más ostentosa decoración consistía en barcos que parecían haber escapado de una botella y colgaban ondulantes en los arcos que confluían como ríos en cúpulas que parecían llegar al cielo. Afuera la plaza vacía rodeada de agua, todo rodeado de agua, no estruendosa como el mar, ni tumultuosa como cascada: es una presencia silenciosa que armoniza la ciudad.



El castillo de Turku me absorbió en su laberinto de historias entrelazadas por un espacio que desde su construcción en 1280 ha albergado el corazón de la ciudad: trueques, guerras y matrimonios se celebraron dentro de sus murallas. Sigue en píe, observa en silencio cómo crece una nación que no es nórdica, pero tampoco báltica. Es el desenlace de las dos.





Navegué por Naantalli donde las casas parecen de algodón de azúcar, sus colores me llevan al parque de mi infancia donde el algodonero en un palo pintaba de esos colores el cielo.


En Rauma, en donde al fin encontré información turística, recorrí calles empedradas enmarcadas por casas de madera color pastel y el mar. Comí en Café Prassen, recomendado por una chava local, las combinaciones de comida finlandesa no tienen lógica, sin embargo, funcionan: un papa “dulce” al horno con una crema que no pude identificar, micro camarones y cebollín.






El viaje no podía continuar sin una caminata por el parque nacional de Isouso, el senderismo aquí es parte de la cotidianidad. Los caminos están bien señalizados, con información precisa y rutas claras. Me topo con familias que viven en la zona, salen a caminar por las tardes y a conectar con el mundo. Creo que una de las claves de la felicidad de Finlandia está en esa conexión, tienen el alma llena de naturaleza.



Agotada llegué a Tampere, una ciudad industrial transformada en meca del entretenimiento. Es la primera vez en Finlandia que veo tanta gente; bares, restaurantes y cervecerías espolvorean la ciudad. El sonido del agua permea el ambiente, compite por la atención con el ruido de las calles, el agua retumba en Tampere. Debo confesarme vieja, decidí quedarme en el Dream Hostel, grave error, compartir un dormitorio con tres desconocidas ya no está en mi esquema de vida.



En la mañana Tampere me despidió con un concierto de Big Band en la plaza central, no podía dejarme ir sin dejar claro su estrepitosa existencia. En el camino noté que los árboles empezaban a cambiar, el verde esmeralda se torna cada vez más dorado, parecen armaduras que brillan en el sol otoñal. Llegué a Nooranarkku, un pueblito salpicado de mansiones en medio de un campo de girasoles resguardado por árboles vestidos con su armadura dorada. Camino esperando encontrarme un Maahinen (duende de la mitología finlandesa) o hadas volando entre los arcos de flores. Congelada entro al único lugar abierto donde tomo café con leche, me lo sirven con cuadritos de azúcar; me recuerdan tanto a mi Babe (abuela) y su conexión con el viejo mundo.








Me aventuré otra vez por carreteras ondulantes hasta llegar a Kristinestand, un pueblito cerrado en su totalidad, caminé por calles vacías, recorrí el perímetro de la catedral cerrada y escalé hasta el pequeño molino que admira su ciudad, todo en silencio, hasta que llegué al estadio, el ruido de la ciudad entera rebota entre las patadas de los jugadores. Una llovizna me acompañó hasta llegar a Vassa donde hambrienta me instalé en la única mesa de la Pizzería Marco Polo y devoré una pizza entera con su respectiva copa de vino. Intenté vanamente recorrer la ciudad, pero el frío congeló las células de mis huesos, hui al Archipiélago de Kvarken.




Una señora esperaba afuera de la casita de no más de 30 mts2 que sería mi hogar por la noche,traía madera bajo el brazo, al entrar enciendó la estufa antigua que inmediatamente empezó a calentar el lugar. El baño de composta y la regadera están en el exterior, es un sueño de lugar. Caminé en la llovizna que cubre de silencio la isla donde soñé en las profundidades del cansancio.

Recorrí el archipiélago de Kvarken, patrimonio mundial, un entorno natural único donde emergen del mar formaciones de la Era del Hielo, creando paisajes insólitos. Recorrí el sendero que rodea el archipiélago, nunca había visto hongos de tantas formas y colores, algunos brillantes cómo rubís otros intrincados como el arte gótico. En Finlandia todo es sutil, moderado, todo excepto la naturaleza.









Salí del archipiélago sintiéndome tan elevada como el puente que me despedía. En Kokkola colisioné con el frío, ese que quema la piel. Las casas de madera color pastel rodeaban un parque en el ombligo de la ciudad. Comí horrible, cansada y congelada decidí ir directo al hotel, pasé por Oulu sin ver, llegué a Nallikari donde una casita amarilla y tibia me esperaba. Era el lugar ideal para descansar.





El día siguiente supuestamente era de descanso y orden. En la mañana salí a dar una vuelta por Oulu, buscando información turística me topé con un puente, me llevó a una isla con las casas de madera color algodón de azúcar, seguí ciegamente las indicaciones del viento: crucé puentes blancos, metálicos y de madera, llegué a un parque plagado de riachuelos donde grupos de adolescentes se bañaban de sol. Un pequeño “castillo” descansaba en un montículo en el límite de la ciudad donde destellos de arte surgían entre edificios y calles. Encontré la oficina de turismo cuando ya había recorrido todo el lugar. Regresé cansada al hotel, lave ropa, ordené maletas y limpié el coche. En la tarde salí a caminar por la orilla del mar, me perdí por senderos de la pequeña isla que llevaban a mansiones antiguas roídas por el clima. Regresé cansada, lista para la cama.







En mi ventada vi reflejos verdes, salí intrigada y me encontré con el mundo jugando con acuarela en el cielo. Una aurora boreal bailaba mientras mis ojos se llenaban de lágrimas. Fue la despedida ideal de costa finlandesa.



Itinerario
14/09: Helsinki – Turku
- Kilometraje: 197 km
- Tiempo de manejo: aproximadamente 3 horas
- Paradas: Fiskars y Salo
- Noche en Turku: Hotel Kakola, 14 Kakolankatu, 20100 Turku
15/09: Turku-Tampere
- Kilometraje: 263 km
- Tiempo de Manejo: 4.5 horas
- Castillo de Turku y Catedral
- Paradas: Naantali, Rauma y Parque Nacional Puurijärvi-Isosuo
- Noche en Tampere: Dream Hostel & Hotel
16/09: Tampere – Vaasa
- Kilometraje: 331 km
- Tiempo de manejo: aproximadamente 5.5 horas
- Paradas: Noormarkku y Kristinestad
- Cena en Vaasa, Marco Polo Pizzería
- Noche en Kvarken Archipelago: Abbis Lillstuga, 11 Torparhagavägen, 65920 Alskat
17/09: Vaasa – Oulu
- Kilometraje: 374 km
- Tiempo de manejo: aproximadamente 5.5 horas
- Paradas: Archipielago de Kvarken y Kokkola
- Noche en Oulu: Nallikari Holiday Village Cottages, Leiritie 10, 90510 Oulu
18/09: Oulu
- Kilometraje: 11 km
- Tiempo de manejo: aproximadamente 38 min
- Visita Oulu y Nallikari
- Noche en Oulu: Nallikari Holiday Village Cottages, Leiritie 10, 90510 Oulu
El libro que me acompañó
The Summer Book: A Novel de Tove Jansson

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