Un viaje con mi mamá
La anticipación de llegar al país donde los colores definen la localidad y el ejercicio de la diversidad se pone a prueba en una amalgama de culturas confluentes en un espacio que parece colmena, ameritaba una escala en París, un último brinco al occidente.

El hotel en el barrio de Saint Germain nos acobijó en una parada estratégica para suspirar antes de iniciar el viaje. Mi mamá y yo cruzamos el Sena por sus puentes que como brazos acercan y estrechan a la ciudad. Visitamos los jardines de las Tullerías donde las hadas se esconden entre fuentes, arbustos y barcos. Tomamos un menthe a l’eau en el café Les Deux Musées, desayunamos en el ambiente de otro siglo en Les Antiquaires, cenamos en Cinq de Mars las mejores pomme dauphinoise que he comido. Nos adentramos al Musee de Orsay sumergido en el turismo de masa y recorrimos París de la manera más estereotípica posible: en bote.









Después de un día de ensueño en París, siguió una pesadumbre aeronáutica: un vuelo de 3 horas se tornó en una travesía de 8 con escala en Tánger. Mi mamá estaba agotada, yo irritable, pero al fin llegamos a Casablanca. Mourad nos esperaba afuera, un hombre delgado y compacto nos recibió ansioso por nuestra tardía llegada, nos llevó directo a cenar en un restaurante donde locales celebraban entre alaridos de guacamayas. Minifaldas, hiyabs y jeans desfilaban en nuestra primera lección de tolerancia, en la ciudad blanca cada mujer transita con la seguridad de que no va a ser atacada por su vestimenta. Llegamos al hotel cuando la ciudad dormía, yo ansiaba dormir también.

Descansadas y con ganas de explorar nos adentramos en la ciudad de edificios blancos con matiz occidental en tipografía árabe. El mar Atlántico contrasta con la tierra dorada y la blancura que refleja el sol. Visitamos el único museo judío del mundo árabe: una colección de fotos de judíos africanos me recordó la diversidad de nuestras raíces. Entre muros blancos resguarda vestigios de los templos que desaparecieron de la ciudad. Es un espacio pequeño pintado de la melancolía de un pueblo que abandonó su país por el sueño de Israel.



Una calle cerrada por los rezos vespertinos nos llevó a un callejón sin salida, el guía bajó a pedir permiso, entramos por pura suerte, en el fondo en letras doradas el nombre del templo parecía brillar. Menaje Mendel, el nombre completo de mi tío nos recibía con un guiño. Los restos del festejo de Simja Tora esparcidos en el jardín central contaban la historia de una comunidad viva. Vasos, platos y sillas desperdigados como embarcaciones naufragadas después de la fiesta. El rabino y su esposa nos recibieron, platicamos un poco mientras paseábamos por el pequeño shul, una sinagoga remanente de una época en donde la comunidad prosperaba. Fue una visita corta, pero una vista que emocionó a mi mamá, una visita que nunca voy a olvidar.
Llegamos flotando en una nube de nostalgia al restaurant Le Cabestan, el olor a océano es lo primero que golpeó mis sentidos, las olas del Atlántico rebotan en el acantilado al ritmo de los recuerdos que despertaban en mi alma. La memoria de mi tío nos escoltaba. La mesa se llenó con una botella de vino, tapas españolas y manjares locales, pasamos la tarde conversando con dos ingleses que comerciaban con África y el oriente. En el hotel, desbordadas de emoción, nos consentimos con un hammam y un masaje, nos dejaron tan relajadas que dormimos más de 11 horas.



El último día en Casablanca recorrimos la medina nueva que los franceses construyeron para los trabajadores que necesitarían en la edificación de las zonas francesas de la ciudad; esa época se llamó protectorado, aunque yo la siento más como una colonización que preservó medinas (ciudades amuralladas), kasbahs (espacios fortificados de origen bereber), mellah (zonas judías en la ciudad) mezquitas y madrasas (escuelas).
La cultura marroquí es nómada, nada estaba diseñado para durar, ahora es diferente. Los occidentales enseñaron el arte de perdurar, pero desdibujaron la sensación de movimiento constante en las ciudades, esa metamorfosis permanente que pasa de oruga a mariposa para revertir a oruga otra vez, una danza entre lo que es, lo que podría ser y lo que fue limitada por lo que siempre será.


Una estructura diseñada para perdurar e impactar es la Mezquita Hassan II. Fue construida por el padre del actual rey de Marruecos, Mohamed VI, cuyo liderazgo ha sido reconocido por promover la tolerancia y preservar la emblemática historia del país. El pensamiento convergente de los marroquís esta expresado en todas sus decoraciones: yeso, caoba, mármol, cobre, se combinan sin mezclarse para crear un recinto que resguarda la grandeza de un reinado que sigue construyendo. Permanencia y efimeridad se entrelazan en la ciudad blanca.





Paramos por un cigarro, una última mirada a la Casablanca y emprendimos la ruta hacia Rabat. Una carretera recta y moderna nos llevó a Dar Naji, un restaurante típico a la orilla del mar. El estruendo de un grupo de cantantes con tambores invadía el local donde turistas de Casablanca pasaban el fin de semana, atolondradas comimos de prisa para escapar hacia el riad (casa tradicional con jardín interior y fuente) donde pasaríamos la noche. Mi mamá se quedó en el jardín mientras yo me perdía en los callejones de la medina.

Las calles se estrechaban con cada paso, el cielo desaparecía entre los tejados, sentía que me sumergía cada vez más en un mundo subterráneo, la casas sin ventanas y con dos puertas una dentro de la otra -una para familia, otra para extraños- parecen crear túneles hacía lo profundo, hacía el silencio. Soledad plena. Un giro a la derecha y otro a la izquierda y el cielo se abre ante un mercado pululante, desde baratijas chinas, hasta tejidos artesanales se exhiben colgados de puertas de madera verde. Los olores de comida suspendidos entre los dedos de niños que corren entre las piernas de sus mamás. Un giro más y estoy fuera de la muralla, el sol se pone entre las palmeras, el kasbah brilla con su reflejo: cierro los ojos, quiero aferrarme al momento. Regreso con mi mamá, en el restaurant del hotel el olor a canela y limón que salían del humeante Tajin bañaban el ambiente, cenamos como sultanes y dormimos soñando con las mil y una noches.










Desayunamos en el hotel, una guía con velo y tenis nos esperaba en la entrada, tomó a mi mamá del brazo y no la soltó hasta que nos despedimos de Rabat. El recorrido empezó en la Medina que brillaba por la próxima visita del presidente Macron. Caminamos por callejuelas blancas pobladas solo por gatos y el silencio, en donde los picaportes de manos sin anillos llevan mensajes de la disponibilidad de solteras en casa. La guía llenaba el silencio de las calles con anécdotas de pasados que parecían evocadas de pergaminos olvidados: un gato que dirigió a su dueño al tesoro de los antiguos habitantes grabado en una imagen en la fachada blanca. Pasamos por un arco y estábamos en una explanada que termina en acantilado, el río que besa al mar nos separa de Sala, que parece la gemela de Rabat reflejada en un espejo antiguo. Un edificio rompe la armonía del lugar: es un nuevo complejo habitacional / comercial / social que se construye para atraer inversión extranjera, a su lado, con elegante modestia, un teatro de una arquitecta iraquí permite reponerse de la injuria de la modernización.






Continuamos al Mausoleo de Mohamed V donde la lluvia solo permitió una visita corta entre sus columnas inconclusas y rotas por la ambición de un proyecto que nunca se concluyó y los terremotos que dañaron sus estructuras; como el viejo Marruecos, hecho para transformarse. El olor a humedad que se desprendía de nuestra ropa llenaba el coche mientras nos dirigíamos a Chefchaouen.




Llegamos a las 6 de la tarde agotadas y hambrientas. Mientras cenábamos frente al kasbah veía los estragos del turismo y la mariguana que deglutieron a la ciudad azul, la llenaron de vendedores de baratijas hechas en china, vagabundos y turistas pachecos, borran parte de su encanto, el turismo sin límites es una plaga que consume a un mundo globalizado.

Hay días largos, hay días súper largos, hay días en que no entiendo como aguantamos. Desayunamos temprano y nos adentramos en la ciudad vieja, recorrimos sus callejones azules como manantiales de agua.
Cuentan que los judíos sefaradís llegaron a la ciudad aterrorizados por la inquisición y pintaron sus casas en tonos azules, el color de lo divino, los árabes notaron que había menos mosquitos en la mellha (zona judía) y lo atribuyeron al color, así que empezaron a pintar sus casas de azul creando una medina azul. Nos perdimos un poco y por fin encontramos la tranquilidad de calles desiertas, calles sin tiendas, donde mil tonalidades de azul se combinan con la piedra que áspera rozaba los dedos de mi mano, dibujé patrones que fluyen del pasado guardando la memoria de los que huyeron para encontrar un pedazo del cielo.








Con la mirada llena de azul y el frío ondeando en el cuerpo paramos a tomar un café frente al kasbah. Andamos colina abajo hasta encontrarnos con Mourad que esperaba fuera de la zona peatonal. Nos quería llevar a su lugar favorito en la ciudad, que no está en la ciudad, sino en la cima de una de las montañas que la acobijan. Llegamos a una torreta antigua donde se veía la ciudad de agua confinada por el bosque que la rodea, ondulante, coronada por el kasbah que parece isla entre la marea azul.




El día parecía no terminar. La llovizna no acompañó durante el resto del trayecto. Comimos en cualquier restaurant de carretera para llegar a Volubilis, un sitio arqueológico romano donde un guía con una sonrisa que ocupaba todo su cuerpo nos llevó a recorrer una ciudad olvidada entre las Montañas del Rif y el Medio Atlas. El arco triunfal construido bajo el reinado de Caracalla enmarca las montañas como testimonio del poder romano en el norte de África. Las piedras desgastadas del foro romano son ecos del alcance y riqueza de imperio, mientras que entre nuestras pisadas bailaban los mosaicos que decoraban las mansiones de una ciudad opulenta; escenas de Hércules, caballos y acróbatas reviven en el inconsciente colectivo del visitante intuitivo.





El día aun no acababa, todavía teníamos que llegar a Fes, pero Mourad no podría dejar pasar una visita nocturna por las calles de Meknes para terminar en un café con vista panorámica donde compartimos te de menta y pasteles franceses. Mourad más preocupado por bañarnos con su cultura que por los ojos pesados de mi mamá. Llegamos a Fes agotadas. El hotel estaba en medio de la medina. Trasladarnos a píe fue cansado. Más cansado subir las mil escaleras a nuestro cuarto. Imposiblemente cansado encontrar los pijamas entre la oscuridad. Al fin dormimos.
En la mañana el jardín del hotel resplandecía, parecía el pelo enmarañado de un grupo de princesas que despiertan en medio del harem entre almohadas y gamuzas, brillante y desordenado. Desayunamos contemplativas mientras nos acompañaba la sutil amabilidad del señor que nos explicaba en francés/inglés los platitos que llevaba a la mesa. Olores atiborrados de especias se escapaban de la mesa cada vez que levantaba una tapa. Al abandonar el bullicio de la medina, nos encontramos con la tranquilidad del coche desde el cual recorrimos la ciudad: edificios sin ventanas que denotan la modestia de la cultura árabe, edificios con balcones que recuerdan la comunidad y comercio de la cultura judía. Visiones cósmicas complementarias que convivieron en armonía durante siglos, juntas sin mezclarse, juntas sin odiarse. Paramos en el Palacio Real de Fez (Dar el-Makhzen) con sus puertas doradas y el uso de diferentes materiales que me recuerda la diversidad cultural de Marruecos que suma sin confrontarse, creando edificaciones -y sociedades- armónicas en su divergencia.

El ingenio marroquí nos permitió conocer la medina con sus subidas y bajadas: Mourad consiguió una silla de ruedas para mi mamá y nos adentramos a un mundo en el que si das un paso en falso te devora un laberinto de callejuelas que solo los locales logran domar. Visitamos el Mellah, el antiguo barrio judío de Fez, ingresamos a otro tiempo: un vendedor de fruta llevaba su mercancía en una carreta, ancianas sentadas en las puertas cazando el Salam Alekum de quien pasará, como pequeñas mariposas salían las palabras Alekum Salam de sus bocas dando un sentido especial a su espera. Entramos a la Sinagoga Ibn Danan, una mezcla arquitectónica marroquí-judía que resplandece como recuerdo de una comunidad vibrante.







Las trampas turísticas no podían faltar, las visitas a donde se hacen -y venden- cerámica y mascadas, son las trincheras por las cuales hay que transitar para ingresar a vistas espectaculares de la ciudad. Seguimos pasando por calles llenas de colores, gatos y comida que me hacía salivar.





Protegidas por la modestia de sus muros las madrasas, en donde se formaban jóvenes en el Corán, teología y jurisprudencia, esconden una belleza reservada para el docto. En la medina de Fez, el tumulto de las callejuelas contrasta con el silencio de las madrasas, el conocimiento y caos coexisten en armonía. Entramos a la Madrasa Al-Attarine, donde si se permite el acceso al visitante, un espacio sorprendente detrás de sus puertas de madera, con columnas que parecen indicar el camino al cielo y en la que el guía nos deleitó con un rezo que ondulaba en las paredes cubriendo cada espacio del salón de oración. Fes es la ciudad de la cultura, sus tejados verdes cubren el conocimiento milenario que el occidente ignoró en su ilusión de superioridad.



Esa noche dormí mal, me hablaron para decirme que Moti – mi adorado gato de 20 años- estaba al borde de la muerte en México y mi corazón se encogía pensando que no estaba ahí para acompañar sus últimas horas. En los viajes encuentro la plenitud de la libertad, hay costos, el costo de lo que dejas atrás. Esa noche dormí llorando.

Levantar la capa de neblina que cubría mi cuerpo de tristeza para abandonar la penumbra del cuarto dreno toda mi energía, desayunamos viendo al jardín, la nostalgia de no estar tomando la patita de Moti desfiguraba mi mirada, no veía, estaba cegada al mundo que me rodeaba. La sonrisa del mesero fue el primer gesto que apapachó mi corazón. Iba a ser un día largo, mi cuerpo me gritaba que me encierre en el calor de mi cuarto, que me esconda entre las pesadas cobijas para hilar entre su tejido el dolor que burbujeaba en mi pecho. Era imposible, Mourad y el guía esperaban en una burbuja de colonia que pareció explotar cuando nos acercamos. Tomamos el camino a Bhalil, un pueblo en el que habita una población Berber que se identifica a sí misma como imazighen: hombres libres, uno de los grupos más antiguos de África del Norte, su capacidad de adaptarse, sin perder su identidad está en el corazón de Marruecos, su esencia se percibe en la arquitectura, comida y vestimenta del país, un país atemporal.
Recogimos al guía local y nos adentramos a lo que parecía un pueblo común, al bajar del coche un grupo niños se acercó curioso y nos siguió mientras entrábamos por un callejón que se convirtió en montaña con puertas, pintada de colores. Las casas son cuevas ajustadas a las necesidades locales. Una señora nos recibió en su casa-cueva, la tibieza al entrar contrastaba con el viento que llegaba del Medio Atlas, me sorprendió el cambio. La señora fue a la cocina, el olor a menta lleno el espacio y mientras entablábamos una conversación a señas, sorbíamos el té que quemaba mis manos. Mi tristeza era palpable, pero las risas de los niños que nos espiaban desde la puerta y los cómicos intentos por entendernos terminaron pintando una sonrisa en mi cara. Salí de Bhalil más ligera.





Nos fuimos a Sefrou, no sin antes parar en un café, en Marruecos hay más cafés que personas, todos llenos de hombres, todos cubiertos de una capa de humo y el perfume de almizcle. La primera parada fue un templo abandonado, donde libros antiguos se borraban ante el olvido de quien los desamparó. Un gato serpenteó entre las butacas, estiró su pata y tocó mi mano. Sentí una cascada de paz. Después de nuestros encuentros, yo con el gato, mi mamá con los libros, ondulamos por la ciudad que parecía oscilar entre el color terracota y el rosa, con cada paso dejaba un poco de mi dolor entre sus ruinas. Dejé mis lágrimas en la mellha de Sefrou.









Antes de regresar a Fes paramos en una vista panorámica para despedirnos de la ciudad, a la ciudad a la que entregué mi dolor. Al llegar al hotel la veterinaria me habló, Moti respondía al tratamiento, Moti me iba a esperar. El restaurante del hotel estaba cerrado, el maletero se apiadó de nuestra hambre y me llevo a comprar pizas a la ciudad nueva. Comimos en el balcón del cuarto, el jardín se movía con el viento trayendo su perfume a nuestra mesa. Estaba mejor, Moti no iba a morir creyendo que lo había abandonado.

Desperté ligera, la telaraña de tristeza desapareció, mientras nos arreglábamos para el desayuno mi mamá y yo reíamos. El desayuno compuesto de pequeños manjares distribuidos en platitos con olor a limón, dátil y miel me acompañó mientras me despedía del jardín y la casa azul que nos albergó durante tres días. Fue un día de ruta donde la estepa escoltada por el medio y alto Atlas se extendía abriendo un espacio para la gratitud y la imaginación. Los ojos de mi mamá brillaban con el reflejo de las cimas nevadas, yo me perdía en los poblados berber que aparecían y desaparecían como espejismos entre la arena. El ascenso por la carretera que subía como serpiente a Ifane dejó a mi mamá mareada y a mi liberada de las trampas la nostalgia. Nos sentamos en un café con vistas a la plaza central a tomar cualquier cosa, ver a la gente pasear y esperar que el mareo de mi mamá subsidiara. Los tejados Alpinos en un país desértico me recuerdan a las piezas de un rompecabezas que acabaron en la caja equivocada y simplemente nunca van a encajar.

La breve parada nos dio aliento para continuar la ruta que nos llevó a las Gargantas del Ziz, un cañón rojo que parece querer deglutir al rio que lo cruza. Las palmeras como soldados al costado de la carretera resguardan los mejores dátiles del país, súbitamente el Oasis Tafilalt se abrió como un mar en medio del cobrizo paisaje. Llegamos a Errachidia hambrientas, un hotel totalmente occidental nos esperaba con buffet y alberca que nada más admiramos en la fría tarde de otoño. Creo que fue la comida que más disfruto mi mamá, tenía los sabores del hogar.




Emprendimos el camino hacía Ait Ben Haddou, el kasbah predilecto para la grabación de películas y detonador de una industria cinematográfica en Marruecos. Hicimos una escala en un peculiar museo, con un dueño aún más peculiar: pintor, coleccionista y ecologista creó un espacio donde todo Marruecos cabe y a la vez está totalmente asilado de la realidad actual. Lo recorrimos acompañadas del dueño que esparcía ideas como un delta de información: hacía todas partes y sin sentido. Continuamos por un camino salpicado de kasbahs, algunas transformadas en hoteles de lujo, otras olvidadas por pleitos familiares, otras preservadas para el ecoturismo. Todas con historias de generaciones resguardadas entre sus muros.









Vimos Ait Ben Haddou cuando el sol empezaba a bajar, su grandeza se admira a lo lejos, no entre sus callejuelas, sino contrastada con la inmensidad cobriza que refleja el horizonte. Dormimos en un kasbah convertido en casa de huéspedes, rodeado de un campo de palmeras y arbustos y con una vista a un acantilado que cambiaba de color conforme el sol se ponía. Cenamos platillos extraños que combinaban la cocina francesa y los ingredientes y técnicas locales. Esa cena la iba a recordar al día siguiente.



Mi estomago colapsó, el camino fue una tortura hermosa: la ruta roja salpicada de 1,000 kasbah llenó mi imaginación mientras mi panza se revolcaba de dolor, el verde de los valles del Atlas saturó mi cuerpo de frescura, mientras que mi cabeza explotaba de dolor. La belleza y el dolor no son excluyentes, aprender a disfrutar a pesar de las circunstancias son de las lecciones que se obtienen en los viajes. La futilidad de cada momento es más clara cuando sabes que no vas a regresar al lugar. Llegamos a Marrakech, cancelamos los tours del día siguiente y pasé la noche vomitando, sacando todo el exceso de emociones, comida y confabulaciones de los últimos días. Mi mamá agradeció el descanso. Creo que ambas necesitábamos un momento sedentario de room service y comodidad occidental.










Reestablecidas nuestras energías en la mañana recorrimos la Mezquita Koutoubia. Su nombre significa libro; su minarete parecía estar transcribiendo con nubes los rezos que, en su interior, prohibido para extranjeros, mistifican al creyente que puede pasar por sus puertas. Continuamos al Palacio de la Bahía, estaba en remodelación e infestado de turistas, pero eso no impidió que disfrutáramos los techos que integran la arquitectura islámica y el encanto marroquí en intricados diseños pintados sobre caoba.









Nuestro último día en Marruecos acabó con la visita a la Mellah donde paramos en una tienda de especias medicinales. El olor a menta, cardamomo y canela bailaban en el aire mientras nos explicaban los mil beneficios de aceite de argán.



Camino al aeropuerto mi mente recorría las experiencias de Marruecos, el olor a especias persistía en mis manos, mi mamá sonreía plena a mi lado. Marruecos es de mil colores. Cada ciudad tiene el suyo, como bálsamo alimenta historias que por siglos se comunicaron de boca en boca en las plazas, jardines y riads. La cultura oral de Marruecos esta vestida de tonalidades reflejadas en la arena que cambia con la luz, invitando al intruso a ser cómplice en la historia del lugar.

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